IV. Los oscuros designios
Un luto imprevisto Algo muy fuerte, tan duro que no podía parecer frágil, acaba de romperse dentro del pecho de Mariana Pineda, que a sus dieciocho años aún no cumplidos, padece el cruel pensamiento de haber vivido toda una eternidad. Su desconsuelo es infinito, pero procura aparecer firme y con gran dominio de si misma ante los demás y, sobre todo, ante los pequeños hijos que, de momento, no se dan cuenta de la tragedia. Sus viejos tutores lloran a su lado, lloran todos, todos gimen de dolor por la muerte de aquel hombre joven, fuerte y feliz, que el destino quiso arrancar a su mujer y a sus hijos. Tras el entierro, enlutada, con el rostro limpio de afeites y reflejando en sus ojos el dolor íntimo, Mariana Pineda, o la señora viuda de Peralta, piensa que, a partir de ahora, no tendrá más misión en la vida que la crianza de sus hijos, el cuidado de la memoria de su marido y recibir el consuelo de tantos que, en tardes dichosas, compartían con ellos, ¡aún eran «ellos»!, afanes, pesares y alegrías en los salones de la casa familiar. Evidentemente, en aquellos momentos de inaudito pesar, no podía predecir un futuro que se le aparecería tan distinto. El luto cerró la casa a cal y canto y se fue a aquella otra de donde había salido, la que se alzaba sobre el obrador de los buenos confiteros, Ursula y José. En ellos halló lenitivo a su inmenso pesar y ayuda en el cuidado de los pequeños hijos, Fernando y Luisa, que con sus ojos abiertos con desmesura, no lograban explicarse lo que había ocurrido. En toda la ciudad se hacían lenguas de la mala suerte de Marianita Pineda, la de ilegitima cuna, que tras perder a su padre y padecer la avidez de su tío, acababa de ver morir a su joven esposo, cuando la existencia para ellos podría ser todavía un caudal de aconteceres de otro signo. Pero como la vida sigue y la marcha de los días continúa su ritmo, Mariana comprendió que habría de asumir su destino en memoria del grande amor fallecido. El calor y el cariño de confiteros y amigos, creados en el curso de su corta vida matrimonial, le reportaron las fuerzas necesarias. Logró sobreponerse y continuar. Pero como las tragedias nunca vienen solas, que a veces parecen concatenarse para dar una prueba del dolor humano que puebla y conforma este valle de lágrimas, un día de febrero de 1823 fallece de repente el bondadoso confitero José Mesa. Es ella ahora, Mariana, quien trastocando papeles se entrega a dar consuelo a la nueva viuda, la pobre Ursula, ésta más hecha por su edad a la resignación de las viudedades. Es como un trágico sino que la persigue, que la envuelve y la confunde desde su nacimiento. Porque ella, ahora, además de consolar a la viuda del confitero, ha de consolarse a sí misma derramando lágrimas en soledad. Que no en vano fue José Mesa, menestral honrado y cabal, su verdadero padre a falta del coronel, que la supo salvar de las garras del incalificable ciego. Piensa Mariana que con lo que de su marido ha heredado no tiene por qué preocuparse en cuanto a lo pecuniario, decidiendo a renglón seguido dejar la vieja casa que tantos recuerdos le trae de cortos tiempos felices, y alquilar otra nueva, en donde pueda rehacer su vida de madre de familia cargada de responsabilidad, siempre acompañada de su fiel y desconsolada Ursula. Porque convence también a la viuda del confitero para que venda casa y obrador, dejando el trabajo a quien tenga fuerzas para llevarlo. Juntas buscan y rebuscan y no tardan con encontrar casa adecuada en una de esas calles entonces tradicionales de la ciudad, sin empedrar y llena de polvo, que se llama calle del Aguila. El inmueble hace el número 19 y a Mariana le parece pintiparado para proseguir su vida en paz y sosiego, si todavía ello es posible. La nueva casa de Mariana hace esquina y destaca de las demás por su altura. Sobre la puerta luce una reja de hierro en cruz y, en uno de sus laterales, el de la derecha, hay un balcón que la nueva moradora, ya desde el principio, imagina cuajado de flores. Por dentro es cómoda, amplia y no tiene nada que envidiar a las mejores casas de Granada, aparte los cármenes, habitadas por familias de clase media, tirando a alta, que encima presumen y se las dan de realistas, renegando de todos los pecados de los liberales. Con mimo muy femenino va Mariana acomodando su casa. Ayudada por Ursula, y en medio de las voces cantarinas y todavía casi incomprensibles de la parejita de hijos, queda todo en lo que se diría su ser, como si estuviese previsto de antemano, señalado por un dedo mágico, o sea, cada cosa en su sitio debido. A la casa, recién estrenada, vienen a visitarlas, una vez a la semana, las viejas amistades del matrimonio, que no son viejas sino jóvenes en su inmensa mayoría, volviendo a levantarse tertulias cada siete días, en donde se habla de todo un poco y, por no variar, de la situación política. Quizás el de mayor edad sea un pariente lejano de la propia Mariana, un presbítero llamado don Pedro de la Serrana, muy conocido en la ciudad por sus ideas liberales. Los demás, sobre poco más o menos de parecida edad a la del marido muerto, eran Fernando Alvarez de Sotomayor, primo de Mariana y militar de los Reales Ejércitos con el grado de comandante. Y don Pedro Funes, don Martín de Almela, don Cecilio Moreno y otros tantos, aún más jóvenes, que eran los que con más frecuencia visitaban la casa de la calle del Aguila. Fue uno de estos últimos el que comunicó a las viudas, el primer día de primavera de aquel año 1823, que el gobierno había huido con el rey hacia Sevilla, abandonando Madrid a todo escape ante la amenaza, todavía lejana, del duque de Angulema y sus Cien Mil Hijos de San Luis. Las noticias que corrieron a continuación, y que políticamente no anunciaban nada bueno, despertaron en Mariana Pineda su aletargado sentido liberal, que en un principio creyó muerto con la desaparición de su esposo. Se interesó por lo que ocurría. Pidió a sus amigos y a las esposas de sus amigos que les visitasen con más frecuencia y, sobre todo, que no dejasen de mantenerla al tanto de cualquier acontecimiento importante que sobreviniese. El primero no tardó en llegar. El 7 de abril, los Cien Mil Hijos de San Luis iniciaron la invasión del territorio español. Poco más de un mes después, las Cortes deciden abandonar Madrid y asentarse en Cádiz. Rápidamente votan el «delirio momentáneo del Rey», procediendo a nombrarse una Regencia provisional. Entretanto, ¿qué ocurre en Granada y en cierta casa de la calle del Aguila? Pues que los más destacados liberales han dejado de visitarla, por miedo, sin duda, a dejarse ver por las calles en momentos en que se decía que los reaccionarios lo vigilaban todo, seguros de las vísperas que se vivían, vísperas, sin duda, de indignidad y oprobio. —¿Pero es que ya no son nuestras las autoridades de Granada? —preguntaba Mariana escandalizada a uno de sus jóvenes amigos. —Sí, señora, pero se teme muy mucho que de un momento a otro sean perseguidas. Ya sabéis a lo que vienen los Cien Mil Hijos de San Luis, a influir en el rey acomodaticio y hacerlo volver al más despiadado absolutismo. —Entonces habrá que hacer algo —dice firme Mariana, tomando una decisión que mantendrá hasta el fin de su vida. —Nosotros hemos querido saber del paradero de algunos de los nuestros. No aparecen por ninguna parte. Como si se los hubiera tragado la tierra. —¿Es que son capaces de desertar? —pregunta la viuda de Mesa con asco. —No es eso, señora. Parece que se hallan escondidos y traman alguna operación urgente por si los reaccionarios intentan hacerse dueños de la ciudad. El acento de Mariana Pineda es de resolución infinita: —¡Tenemos que hacer todo lo posible por enlazar con ellos! ¡Cuanto antes! Pero pasaban los días y Mariana Pineda estaba cada vez más nerviosa, por no poder tomar contacto con los liberales de más peso de Granada. —¿Y en dónde se halla el presbítero don Pedro de la Serrana? Le respondieron hombros que se encojían. Sólo las noticias llegaban implacables. A finales de septiembre, el general Riego es hecho prisionero y trasladado a Madrid. El 27 de octubre, el general es condenado a muerte por un tribunal formado e instigado por el duque de Angulema. El 7 de noviembre, Riego es ajusticiado en la madrileña plaza de la Cebada. Por aquellos días, en horas del anochecer, Mariana Pineda se sentaba al piano con más arrestos que nunca. A la belleza de su mirada se mezclaba un fulgor de energía. Tecleaba con furia y denuedo las notas del himno de Riego, el héroe muerto.
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