IV. Primeros pasos en Italia
Eleonore Jean-Jacques partió, no muy a gusto de recibir la caridad de una devota; pero no teniendo otra posibilidad en lo inmediato, fue caminando, alegremente, empleando tres días en un viaje que pudo haber realizado en uno. A cada castillo que veía se acercaba, sin atreverse a llamar, imaginando que aquel era el castillo soñado, donde sería tomado por favorito de los señores. Finalmente divisó el lago que se extiende a los pies de Annecy. Frente a la pequeña isla de los cisnes, se detuvo a contemplar las plumas fugitivas que vuelan de las aves. A la derecha vio el pequeño palacio que fue de San Francisco de Sales. Detrás aparecía la ciudad, las iglesias, los conventos. Se entretuvo en recorrer los numerosos canales que hacen de la villa como una pequeña Venecia. Tomando por una de las calles en arcada, se detenía a espiar los pasajes oscuros y a mirar por las viejas ventanas, estrechas y siempre adornadas con flores en los huecos. Entre la casa del obispo y la iglesia de los franciscanos vivía madame de Warens; detrás de la casa pasaba un canal de aguas pesadas y poco limpias, pero sobre él se podía ver todo el campo.
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