IV. Una etapa decisiva: el autoanálisis
Nombramiento como catedrático Su consulta, como la de tantos otros médicos, oscilaba mucho de un año a otro en cuanto al número de pacientes, e incluso de un mes al siguiente. En mayo de 1896 su consulta quedó totalmente vacía, y durante semanas ni un solo paciente apareció por ella. En diciembre, sin embargo, trabaja diez horas diarias y comenta: «Estoy agotado, pero la mente totalmente fresca»; y añade: «El hacerse rico debe de ser muy duro». Unos pocos meses más tarde, otra vez se queda sin clientes, o mejor dicho, tiene tres: dos a quienes atiende gratis, y él mismo, que también se está autoanalizando. Estas variaciones en el número de pacientes se debían al gran esnobismo de la sociedad vienesa. En vez de buscar la competencia profesional del médico, la gente acomodada acudía a los nombres entonces de moda, y Freud, con su modesto título de catedrático adjunto, no podía competir con la atracción de los que ostentaban una cátedra en propiedad. Las rencillas, envidias y mala acogida dispensadas a sus investigaciones por parte de sus colegas le perjudican enormemente entre la posible clientela. Pero todo se vuelve fácil cuando, a través de los buenos oficios y presiones de una antigua paciente suya, Frau Marie Ferstel (mujer de un diplomático y muy influyente en los medios sociales y políticos), le otorgan, por fin, el título de catedrático o profesor extraordinario. Desde ahora recibirá el título de «Herr Professor» (señor Profesor). Dándose perfecta cuenta de que no se lo han dado en reconocimiento de sus propios méritos, sino por razones totalmente distintas, escribe divertido a Fliess: «La población está participando intensamente. Las enhorabuenas y los ramos de flores me llueven como si Su Majestad hubiera reconocido oficialmente la importancia de los sueños, y como si la necesidad de tratamiento psicoanalítico hubiera sido aprobada en el Parlamento por una mayoría de dos tercios». Los resultados de semejante absurdo fueron fulminantes, y los pacientes empezaron a acudir a su consulta en número cada vez mayor. Como venía haciendo ya, Freud da sus clases en la universidad dos veces por semana; pero cuando en una ocasión se encuentra el aula abarrotada de estudiantes atraídos por una curiosidad no precisamente científica, empieza su conferencia con las siguientes palabras: «Señoras y caballeros, si han venido aquí en tal número esperando oír algo sensacional o subido de tono, pueden estar seguros de que pienso demostrarles que no les ha merecido la pena hacerlo». A la clase siguiente sólo acudió una tercera parte. Durante estos años sigue sufriendo a menudo períodos de decepción, dudas y cambios de humor. Su desánimo y cansancio llegan con frecuencia a tales extremos que le hacen decir: «Espero poder conservar mi interés científico hasta el final de mi vida, pues aparte de esto no me considero ya una persona humana». En cuanto al esfuerzo que requiere su trabajo creador, dice: «Hace tiempo que he descubierto que me es imposible continuar con este trabajo difícil cuando estoy de mal humor y lleno de dudas. Cada uno de mis pacientes es un espíritu torturado, y yo tampoco estoy contento». El período más duro, el más difícil, es el que pasa mientras se autoanaliza, especialmente a través de la interpretación de sus sueños. Escribe en el 1899: «Puedo distinguir con toda claridad en mí dos estados intelectuales diferentes: uno en el que anoto todo lo que mis pacientes dicen, e incluso hago descubrimientos y hallazgos durante la consulta; pero, aparte de eso, no puedo reflexionar ni hacer ningún otro tipo de trabajo». Estos cambios de humor y confianza en sí mismo parecen estar durante este tiempo, más allá de su control consciente: «Nunca he sido capaz de dirigir el trabajo de mi inconsciente y, por tanto, mi tiempo libre lo pierdo miserablemente». El contacto con los pacientes lo necesita como estímulo, y los meses que pasan sin apenas consulta hasta su acceso a catedrático, tienen un efecto negativo en su investigación. Cuando tiene diez pacientes al día, es «cuando mejor me va, cuando tengo mucho trabajo». Incluso su estilo de escritor, reconocido como excelente desde el punto de vista literario, necesita estar apoyado por un mínimo de estímulos. Sin embargo, sobre una de las partes de su Interpretación de los sueños dice a Fliess: «Mi estilo era malo porque me sentía demasiado bien físicamente; tengo que encontrarme un poco mal para escribir bien». La aparente contradicción de esta afirmación puede ayudar a comprender la enorme complejidad de su personalidad. Sólo a través de la percepción de esta complejidad se puede tratar de comprender a Freud y su obra. Lo mismo que durante su adolescencia y juventud, Freud sigue siendo un ávido lector y estudia los casos de histeria descritos en la literatura de los siglos XVI y XVII, a cuyos pacientes se describía entonces como posesos del demonio. Deduce que los trastornos histéricos no pueden ser el resultado de ideas preconcebidas procedentes de las teorías médicas de su época, pues los síntomas de sus pacientes eran los mismos que los de los relatos antiguos que él había leído. Ya hemos visto que sus estudios están dirigidos, como primera meta, a las enfermedades mentales, y que su deseo primordial es llegar, observándolas, a una nueva ciencia de la psicología, que él llama «metapsicología» —más allá de la psicología—, capaz de explicar el funcionamiento de la mente humana. Una vez más reconoce su falta de vocación médica: «De joven sólo ansiaba el conocimiento filosófico, y ahora estoy en camino de satisfacer ese deseo al pasar de la medicina a la psicología. Tuve que ocuparme de la terapia contra mi voluntad». A Fliess le da en 1900 una interesante descripción de su carácter: «No soy por temperamento más que un “conquistador” —un aventurero, si quieres traducirlo— con la curiosidad, la impetuosidad y la tenacidad que corresponde a este tipo de personas. Si estos hombres tienen éxito, se les toma en cuenta, si descubren algo realmente; si no, se les deja de lado. Y eso no es injusto». Esta última frase, para un hombre que no está en absoluto seguro de su éxito, implica mucho realismo y la capacidad de reconocer algo desfavorable sin amargura. Todas estas dudas, decepciones, euforias, falta de dirección y de equilibrio, están íntimamente relacionadas con el trabajo más arduo de su vida, y del cual salió vencedor, «conquistador», palabra española que gustaba de emplear para referirse a sí mismo. En 1897 Freud comienza lo que se puede considerar como el acto más heroico de su vida: el psicoanálisis de su propio inconsciente. Requirió una valentía, una pasión por la verdad y una determinación dignas de admiración. El antiguo oráculo de Delfos «conócete a ti mismo» había llevado desde tiempos antiguos a filósofos y pensadores a tratar de perseguir esta meta, pero su resistencia interior no permitió a ninguno alcanzarla tan profundamente como lo hizo Freud. El inconsciente, sobre cuya existencia se había ya especulado, seguía aún oscuro. Las palabras de Heráclito seguían en pie: «El alma del hombre es un país lejano al que no es posible acercarse ni explorarlo». No es una decisión repentina lo que le lleva a ello, sino la lenta intuición de que se trata de algo necesario para poder proseguir sus trabajos. Durante tres o cuatro años, su sufrimiento neurótico y su dependencia de Fliess aumentan, pero al final logra una evolución de su personalidad, y emerge casi un hombre nuevo, más sereno y benigno, libre para continuar su investigación con ánimo imperturbable. Intimamente relacionados con su propio análisis surgen dos tipos de investigación: la interpretación de los sueños y el estudio de la sexualidad infantil. A través del intento de interpretación de sus propios sueños edifica la base más sólida de su autoanálisis. A través de una generalización de ellos llevó a cabo, al mismo tiempo, su obra más importante, La interpretación de los sueños, en la que mantiene que cualquier persona honrada consigo misma, más o menos normal y que sueñe suficientemente, puede llegar muy lejos en el conocimiento de sí misma. El primer análisis completo de un sueño suyo lo hizo en julio de 1895, pero solamente dos años más tarde comienza un análisis sistemático, siguiendo un proceso estricto y en busca de un fin determinado. Una de las causas que parece que le llevan a tomar esta decisión precisamente en ese momento parece que es un suceso familiar que le afecta profundamente: la muerte de su padre. Es como siempre a su amigo Fliess, su confidente, a quien le confiesa lo que para él esa muerte ha supuesto: «La muerte de mi padre me ha afectado profundamente, a través de uno de esos oscuros caminos que están más allá de la conciencia oficial. Le había tenido en gran estima y le había comprendido perfectamente. Había sobrepasado ya su tiempo cuando murió, pero su muerte ha revivido dentro de mí todos mis sentimientos tempranos. Ahora me encuentro como sin raíces». En un sueño, unos meses más tarde, reconoce que proyecta hacia su padre sentimientos hostiles. Como son sentimientos que nunca ha experimentado a nivel consciente, se decide a investigar su propio inconsciente, de donde tienen que surgir esos sentimientos, cuya comprensión exacta se exige a sí mismo. A esto sigue un período de apatía, «una parálisis intelectual como nunca había imaginado». Apenas puede escribir; la resistencia para abrirse a sus propias asociaciones que tantas veces había observado en sus pacientes, la encuentra ahora él en sí mismo. Mientras descansa con su familia durante las vacaciones, empieza su análisis en serio: «Es más duro que ningún otro», dice, pero «tendrá que llevarse a cabo y además es la contrapartida necesaria a mi trabajo como terapeuta».
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