IX. Devaneos políticos
Un anarquismo literario Para muchos pasa por ser Pío Baroja, políticamente hablando, un hombre idealista, cabal y sincero que hubiera deseado poder verter todos sus tímidos entusiasmos hacia una fuerza ideológica que nunca encontró por ninguna parte. Para otros, no menos numerosos, las simpatías políticas de Baroja se situaban en torno al anarquismo español, que desde los días de su Congreso de Barcelona, en 1870, luchaba por abrise paso en medio de una opinión que no le era mínimamente favorable. El anarquismo de Baroja fue siempre muy particular y acomodaticio. Y sobre todo muy literario. En sus correrías por los barrios bajos, por el inframundo de los golfos y los desheredados de la fortuna, conoció a muchos tipos que, sin saber lo que significaba el anarquismo ibérico, en principio fieramente carpetovetónico, hubieran sido pasto fácil de aquella corriente revolucionaria. Por su manera de ser y de conducirse, más que de pasar fatigas en la vida. Luego, más tarde, el interés por aquel movimiento corrosivo, que en cierto modo cuadraba a la perfección con algún rasgo de carácter del escritor, le llevó a conocer a gentes que, sin ser exactamente anarquistas, tenían con la fórmula algunas concomitancias de principio. Tal el caso de don Nicolás Estévanez, su amigo de un tiempo en París, que, sin duda, veía en los movimientos anárquicos de Cataluña y Valencia palancas capaces de hacer volver al país su ansiada República. Las oscuras raíces ideológicas del anarquismo español atrajeron mucho a Baroja, que se dedicó a estudiar el fenómeno de una manera bastante particular, fiándose más de los tipos que la nueva corriente arrastraba que de los textos de cabecera de aquellos seres que clamaban contra todo orden instituido, según el parecer de los más moderados. Un vasco como él, cuya ejecutoria más honrosa la constituían sus apellidos, llegó a sentir un insólito entusiasmo, dado su carácter, por aquel movimiento que pretendía conmover en sus raíces todo el fundamento del país. Amigo de anarquistas levantinos, catalanes, andaluces y madrileños, Baroja, sin admirar para nada a don Francisco Ferrer y Guardia, creador de la llamada Escuela Moderna, siguió los pasos de éste como quien sigue el reguero de pólvora que va a dar lugar al fundamental estallido. Y si en el momento que acabamos de ver derivó en el partido radical, fue a no duduarlo porque en su programa se conjugaban ciertas tendencias que hacían recordar, siquiera fuese de lejos, a los más inveterados adalides del primer núcleo de la Alianza de la Democracia Socialista, que dio lugar a la eclosión del anarquismo español. Baroja, que en el fondo no era lo que se dice un pensador ácrata, por mucho que algunos afirmen lo contrario, sintió evidentemente simpatías por el anarquismo, pero simpatías, hay que repetirlo, de índole más literaria que doctrinal. Espigando en el inmenso caudal de sus personajes, nos encontramos con bastantes tipos que responden a esa ideología corrosiva, pero siempre de una manera peregrina, casi caótica y en muchos casos lanzada al puro disparate humano. Quizás a lo largo de sus conversaciones con don Nicolás Estévanez en París, sintió el novelista nacer en su interior la curiosidad por el fenómeno anarquista, pero nunca como tal de una manera científica, sino en función de la variada turbamulta de correligionarios que lo seguían. Una de sus heroínas, la de La dama errante, novela publicada en 1908, es la reencarnación de Soledad Villafranca, mujer que concitó el interés del país por ser la amante de don Francisco Ferrer. Aquí vemos, de clara y precisa manera, el interés literario de Baroja por lo que representa el anarquismo como fenómeno político y como fenómeno de actualidad española. Ferrer, no hay que olvidarlo, era un tipo en cierto modo barojiano. En agosto de 1901 fundó en la barcelonesa calle de Bailén su Escuela Moderna, cuyo propósito, aparte de educar al niño de manera que se desarrolle al abrigo de supersticiones, es proclamar que nuestra enseñanza no acepta ni los dogmas ni las costumbres, pues son ellos los que aprisionan la vitalidad mental dentro de exigencias de fases transitorias de la evolución social. Como se ve, en el fondo, la Escuela Moderna de Ferrer redescubría los ideales del anarquismo, con un positivismo evidentemente más ideológico que científico. Para ello Ferrer no se andaba por las ramas, y decía a voz en cuello: «Queremos hacer reflexionar a los niños sobre las injusticias sociales, sobre las mentiras religiosas, gubernamentales, patrióticas, sobre la falsedad de la justicia, de la política, del militarismo, para preparar cerebros aptos para ejecutar la revolución social…»
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