IX. Un amor imposible
Un maestro efímero En La Haya estaba su primo Mauve, y a él acudió Van Gogh en primer lugar. Como siempre, fue recibido cordialmente. Lo primero que hizo Mauve fue ponerle ante una naturaleza muerta en la que sobresalían unos zuecos. ¡A trabajar! A Mauve le resultaba agradable tener a Van Gogh por discípulo. Era un hombre vanidoso, y Van Gogh le admiraba… Con el poco dinero que había conseguido reunir, Vincent se instaló en un pequeño apartamento, cerca del espléndido estudio de Mauve. No le importaba dormir en el suelo, envuelto en una manta: estaba acostumbrado a cosas peores… Pero Mauve le dio cien florines para muebles y ropa. Le resultaba insoportable que su primo y discípulo durmiera en el suelo y anduviera con las ropas rotas y manchadas. En La Haya no sólo estaba Mauve. H. G. Ters-teeg seguía al frente de la sucursal de la casa Goupil: era un viejo conocido de los viejos tiempos. Había sido su jefe, y Vicent esperaba que hubiera olvidado ya las antiguas disputas, que le ayudara a encontrar pintores y —cosa fundamental— a vender algunos dibujos. Tersteeg lo recibió con frialdad mal disimulada. Se limitó a comprarle un dibujo: diez florines. Era un caballero demasiado elegante como para prestar atención a Van Gogh, artista desconocido y, para colmo, de aspecto descuidado y raro. Vincent se sintió defraudado. Tersteeg le recibía sólo por su vieja amistad con su familia, no por simpatía. Desde los primeros días, Van Gogh desarrolló en La Haya una actividad febril, incesante, confirmando la ley de que nada le sentaba mejor que un cambio de ambiente. «Esto va, esto marcha, ¡esto mejor todavía!», escribió a Théo. A esta esperanza no era ajeno su tío Cornelius Marinus. En efecto, el tío Cor decidió encargarle una docena de dibujos a pluma. ¡Dos florines y medio por cada uno! ¡Y a este encargo seguirían otros! Esto hacía feliz a Van Gogh. ¿Acaso se acercaba la hora de vivir de su propio trabajo?
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