Lo prohibido: 12
I Carrillo mejoró en los días sucesivos. Aquella vida desplomada se sostenía con un esfuerzo prestado por el espíritu para engañarse a sí mismo y a los demás. Salió de la terrible crisis por tregua de la muerte, y desde que pudo sentarse, puso atención ardiente en las ocupaciones que tanto le entretenían. Admiraba yo aquel tesón, aquella esclavitud del deber, que en el heroísmo rayaba, y la indiferencia con que, pasada la fuerza del mal, miraba Carrillo sus insufribles martirios. No tenía aprensión ni afán de medicinarse. Figurábaseme ver en él, a veces, uno de esos hombres de temple superior y escogido que se desligan de todo lo que pertenece a la carne y sus miserias, para vivir sólo con interior vida, toda energía y llamas. A los ocho días, atendía a sus múltiples tareas benéficas, sin salir de su alcoba, con la puntualidad de costumbre, y Eloísa estaba tranquila en lo concerniente a la enfermedad de su marido, si bien por otros motivos parecía haber perdido completamente todo sosiego. Una mañana me la encontré en un gabinete muy afanosa, con un lapicero en la mano, haciendo números y fijando alternativamente los ojos en el papel y en el techo, que era un cielo azul con sus indispensables ninfas en paños menores. «¿Estás contando las estrellas? -le pregunté, sospechando lo que en realidad contaba. -No, es que estoy calculando... -replicó algo turbada-. Me vuelvo loca y esta pícara cuenta no sale. No te lo quería decir por no disgustarte; pero me pasan cosas graves. Yo me senté, abrumado por el pensamiento de los desastres aritméticos que Eloísa me iba a revelar. Ella se sentó tan cerca de mí, que la mitad de su no muy ligera persona gravitaba sobre la otra mitad de la mía. «¿A ver ese papel? -dije, tomándole la mano en que lo mostraba. Pero no entendí nada. Era un mosaico de sumas y restas, del cual no se podía sacar nada en claro. «¿Y quién entiende este maremagnum? -indiqué con desabrimiento. El dulce peso, como suele decirse, cargó más sobre mí, y la preciosa boca empezó a chorrear notas terroríficas, mejor diré conceptos erizados de cantidades. La oí asustado. Expresábase con timidez, tendiendo a menguar las cifras, comiéndose algunos ceros, señalando el remedio antes de mostrar la herida, y respondiendo de antemano a las exclamaciones severas con que yo la interrumpía. La estimulé a presentar el problema tal como era, en toda su desnudez abrumadora, porque desfigurarlo era impedir su solución. «Claridad, completa claridad es lo que quiero -le dije-. Muéstrame hasta el fondo del cántaro vacío». Animada con esto, fue más explícita y desarrolló a mis ojos el panorama completo de su situación económica, el cual era para poner miedo en el ánimo más esforzado. Los gastos enormes de los jueves, los de su guardarropa, las frecuentes compras de cuadros, porcelanas, tapices y baratijas de arte, y por otro lado los dispendios inagotables de Carrillo en sus obras humanitarias, llevaban la casa velozmente a una completa ruina. El dinero que había tomado sobre la hipoteca de la Encomienda se les había ido en pago de varias facturas de Eguía, y en abonar los brutales intereses de la cantidad que Eloísa había tomado antes de un tal Torquemada, que prestaba a las señoras ricas. Después había necesitado tomar más dinero, más, más. Las rentas, apenas cobradas, se diluían en el mar inmenso de aquel presupuesto de príncipes... No me lo quiso decir antes, porque la idea de serme gravosa la aterraba. No me quería por mi riqueza, me quería por amor, y no le gustaba recibir dinero de mis manos. Había pensado salir adelante, hacer economías, ir trampeando; pero la situación se agravaba repentinamente. Tenía que pagar algunas cuentas considerables... luego la enfermedad de Pepe... Cerró la oración con oportunas lágrimas, y dejose caer más sobre mí. Yo estaba sofocadísimo. Poco después le manifesté mi opinión de un modo bastante enérgico. A sus caricias, a sus ruegos de que no la abandonase en aquel trance, contesté con retahíla de números despiadados. Érame forzoso ser cruel para evitar mayores males. Yo la sacaría del pantano; pero estableciendo un nuevo plan y presupuesto rigurosísimo, de modo que no se repitiera el conflicto. Aún había tiempo de salvar parte del capital de la casa y de asegurar el porvenir de Rafael. Lo más urgente era reducir los gastos. A esto me contestó que por ella no habría inconveniente. Estaba decidida a vestirse de hábito de la Soledad, como una cursi, si yo lo creía necesario. ¿Pero cómo privar a Carrillo de lo único que alegraba sus últimos días, de aquel inocente consuelo de su vida próxima a concluir? ¿Cómo cercenarle los fondos para la Sociedad de niños y otras empresas humanitarias, que eran, para la casa, verdaderas calamidades? «No enredes las cosas -le dije-, tus gastos son los que te hunden, no los de él. Yo haré un presupuesto en que pueda subsistir el entretenimiento de tu marido... Después, oye bien, se venderán todos los cuadros de buenas firmas, aunque sea por menos dinero del que han costado. No será difícil encontrar compradores. Eloísa hizo signos afirmativos con la cabeza. Volviendo la vista, vi sobre la chimenea un rollo de papeles. Eran los planos de la gran reforma para convertir el patio en salón, con techo de cristales, escocia de Mélida... Lo agarré con mano colérica y lo hice veinte mil pedazos. «Mira qué pronto se ha hecho la obra -exclamé-; te he regalado cinco mil duros». Ella se echó a reír, y no hablamos más del asunto, porque entró Raimundo. Fuimos a almorzar, y en la mesa, Eloísa parecía más tranquila. Raimundo, hablando del completo hundimiento de la casa de Tellería, hubo de contar cosas muy chuscas, de las cuales se rió mucho su hermana, aunque a mí me hacían poca gracia. Según dijo mi primo, en los últimos años la familia se mantenía con lo que Gustavo sacaba de las queridas ricas, ¡abominación! Leopoldito, marqués de Casa-Bojío, estaba también en las últimas, porque las fortunas cubanas habían bajado a cero. León Roch había suspendido la pensión que pasaba a Milagros. Esta y el pobre marqués vivían separados y en la mayor miseria; cada cual dando sablazos y explotando al pobre que cogían debajo. D. Agustín de Sudre había dado en la flor de ir a contarle al Rey mismo sus miserias, logrando algunas veces pingües limosnas. Pero la regia munificencia se había agotado ya, y... «la semana pasada -concluyó Raimundo-, fue el pobre señor a Palacio con el cuento de siempre. El Rey sacó cinco duros y poniéndoselos en la mano, le volvió la espalda. ¡Y luego se espantan de que haya antidinásticos! Todo aquel día tuve el humor de mil diablos. En el teatro Real, oyendo no recuerdo qué ópera, ni por un momento dejé de pensar en las cuentas de Eloísa. Retireme a casa antes de que terminara la función, y me acosté buscando en el sueño lenitivo a la pesadumbre que me abrumaba. Pero no podía dormir. Entrome fiebre, me zumbaban horriblemente los oídos, y me tostaba en mi lecho como en una parrilla. La apreciación de los números despertaba en mí con fiera energía, proporcionada al largo tiempo de eclipse que había sufrido. En mí renacía de súbito el hijo de mi madre, el inglés, que llevaba en su cerebro, desde la cuna, gérmenes de la cantidad, y los había cultivado más tarde en la práctica del comercio. Mi padre huía de mí, como en el teatro echa a correr el diablo cuando se presenta el ángel. Y las benditas cifras, ahogadas temporalmente por la pasión, se sublevaban, vencían y se posesionaban de mí con un bullicio, con un jaleo que me tenían como loco. Salté de la cama a la madrugada, y vistiéndome aprisa, corrí hacia un mueble secreter que en mi alcoba tengo, y en el cual suelo escribir cartas. Cogí un papel, empecé a desgastar la fiebre que me devoraba, sumando y dividiendo. Sí, Eloísa, con haber dicho tanto, no me había dicho la verdad. Hice el cálculo aproximado de los gastos de la casa en el invierno último, comidas, coches, criados, extraordinarios. No resultaba que la casa hubiese consumido el tercio de su capital. Había consumido más... ¡tal vez la mitad!... Y para apuntalar este edificio que venía a tierra, ¿qué era preciso hacer?... ¡Ah! guarismos y más guarismos. La mañana me sorprendió en aquel trabajo calenturiento, semejante a la faena espantosa de las almas de los negociantes que vienen a penar a sus desiertos escritorios, y se vuelven a sus tumbas cuando suena el canto del gallo. Así me volví yo a mi cama.
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